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Restaurant La Vinya Alella — Restaurant in Alella

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Restaurant La Vinya Alella
Description
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Can Padellas
Av. Sant Mateu, 20, 08329 Teià, Barcelona, Spain
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Restaurant La Vinya Alella
SpainCataloniaAlellaRestaurant La Vinya Alella

Basic Info

Restaurant La Vinya Alella

Ctra. Masnou-Granollers, 08328 Alella, Barcelona, Spain
4.1(747)$$$$
Closed
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Ratings & Description

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attractions: , restaurants: Can Padellas
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+34 935 55 13 62
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masialavinya.com
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Tue10 AM - 5:30 PMClosed

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Crema Catalana Feta A Casa Cremada
Mel I Mató
Crepe Amb Nutella
Cafè Irlandès
(Cafè + whisky+ nata)
Tobago
Suc de taronja natural, gelat de vainilla i cointreau

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Can Padellas

Can Padellas

Can Padellas

4.0

(432)

$$

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Reviews of Restaurant La Vinya Alella

4.1
(747)
avatar
5.0
19w

La Vinya Alella: Crónica de un Descubrimiento Inesperado (y un Amor de 97 Años) A veces, los mejores planes son los que no haces. Este fin de semana, nos enfrentábamos a una misión de alto calibre: celebrar el 97 cumpleaños de la abuela de mi mujer. Noventa y siete años. Una proeza vital que exige un homenaje impecable. Nosotros solo teníamos que presentarnos; el tío de mi mujer, en un acto de fe ciega (o de sabiduría oculta), se había encargado de elegir el lugar. Para nosotros, La Vinya, en Alella, era un territorio desconocido, una sorpresa. Y qué bendita sorpresa.

Llegamos sin expectativas y nos encontramos con un cómplice. Nos guiaron a un pabellón privado, un espacio acristalado solo para nuestra tribu, donde el caos familiar podía campar a sus anchas sin molestar y sin ser molestado. El primer detalle ya nos decía que estábamos en buenas manos. El servicio, durante toda la jornada, se movió con esa profesionalidad invisible que es la marca de la casa de los grandes, anticipándose a todo: desde los platos especiales para los niños, que llegaron veloces y certeros para calmar a las pequeñas fieras, hasta el trato reverencial y cariñoso hacia la matriarca de la fiesta.

Descorchamos los vinos, incluyendo un Albariño en un guiño a las raíces gallegas de la homenajeada, y nos preparamos para el asalto. El pica-pica fue un despliegue de generosidad abrumadora, una oleada de platos que iban llegando a la mesa sin tregua. Recuerdo flashes, fogonazos de sabor: un jamón que era pura caricia, unas croquetas cremosas que te reconciliaban con el mundo, los pimientos del padrón, las setas con su bechamel, los caracoles... y una sucesión de otras maravillas que mi memoria, superada por la abundancia, ha guardado solo como una sensación general de felicidad voraz.

Luego, los platos fuertes. Aquí es donde se mide la verdadera talla de una cocina, en la consistencia a través de la variedad. Y La Vinya no flaqueó. Por la mesa desfilaron obras de arte para todos los gustos. Vi pasar platos de pescado con una pinta espectacular, con esa frescura que huele a mar y no a pescadería. Vi otros cortes de carne, imponentes y jugosos. El veredicto era unánime en cada rincón de la mesa: todo estaba estupendo.

Mi elección personal fueron unas costillas de lechal de Burgos. Un manjar. Pequeñas, con la piel crujiente como un caramelo salado y una carne tan tierna que el cuchillo se sintió un mero adorno. Enfrente, mi mujer se rendía ante un rabo de toro monumental, oscuro y meloso, de esos que se cocinan con el tiempo como ingrediente principal. Confieso que hubo un momento en que la miré con una envidia tan pura que temí por la estabilidad de nuestro matrimonio.

Salimos de allí con la satisfacción de quien ha descubierto un tesoro por casualidad. Pero la experiencia no terminó con la comida. Los niños se apoderaron de los jardines, y su banda sonora de risas fue el telón de fondo de nuestra sobremesa en la terraza. El tiempo se volvió elástico, la tarde se rindió a la conversación y a las copas, y lo que empezó como una comida de cumpleaños se transformó en uno de esos recuerdos familiares que se anclan en la memoria.

No elegimos ir a La Vinya. Y quizás por eso fue aún mejor. Fue un regalo inesperado, un descubrimiento afortunado. Un lugar al que no sabíamos que necesitábamos ir y al que, ahora, sabemos que volveremos. Porque hay pocos sitios que entiendan tan bien que la mejor comida es la que sirve de excusa para...

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1.0
7y

The location is stunning with panaramic views of Maresme - hence the 1 star. Sadly the food was terrible and ridiculously overpriced- €28 for Sunday lunch and drinks weren't included either! I've had much better menus for €10.50 which included drinks. This could be a fabulous place if they got a decent chef and had a house wine that was actually drinkable. It's...

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1.0
28w

No suelo hacer estás cosas porque yo no soy nadie para juzgar...

Pero si se me acepta un consejo si vais a venir a comer aquí, por favor pensadlo dos veces, si para vosotros es importante el servicio y el trato (para mí es el 50% de sitio donde voy comer y pasar un buen rato en familia)

Solo he tenido contacto/trato con un camarero de unos 55/60 años que era el que llevaba nuestra mesa y de verás os digo, que no nos hemos ido de milagro, el trato nefasto, personal antipatiquisimo, servicio impersonal...

Comida de calidad regulera para ser este restaurante, aunque mi queja no va por ahí en este momento sino que es un sitio caro o de nivel y no sé merece que los dueñ@s/propietari@s tener un personaje así en su plantilla, te quita totalmente las ganas de volver y de repetir.

No quiero mal para nadie, pero si no le gusta lo que hace que se busque otro trabajo, cómo guardia civil o bibliotecario. para la hostelería no sirve el pobre hombre.

Lo siento, pero íbamos para un gran evento familiar de celebración y nos ha...

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Manel PizarroManel Pizarro
La Vinya Alella: Crónica de un Descubrimiento Inesperado (y un Amor de 97 Años) A veces, los mejores planes son los que no haces. Este fin de semana, nos enfrentábamos a una misión de alto calibre: celebrar el 97 cumpleaños de la abuela de mi mujer. Noventa y siete años. Una proeza vital que exige un homenaje impecable. Nosotros solo teníamos que presentarnos; el tío de mi mujer, en un acto de fe ciega (o de sabiduría oculta), se había encargado de elegir el lugar. Para nosotros, La Vinya, en Alella, era un territorio desconocido, una sorpresa. Y qué bendita sorpresa. Llegamos sin expectativas y nos encontramos con un cómplice. Nos guiaron a un pabellón privado, un espacio acristalado solo para nuestra tribu, donde el caos familiar podía campar a sus anchas sin molestar y sin ser molestado. El primer detalle ya nos decía que estábamos en buenas manos. El servicio, durante toda la jornada, se movió con esa profesionalidad invisible que es la marca de la casa de los grandes, anticipándose a todo: desde los platos especiales para los niños, que llegaron veloces y certeros para calmar a las pequeñas fieras, hasta el trato reverencial y cariñoso hacia la matriarca de la fiesta. Descorchamos los vinos, incluyendo un Albariño en un guiño a las raíces gallegas de la homenajeada, y nos preparamos para el asalto. El pica-pica fue un despliegue de generosidad abrumadora, una oleada de platos que iban llegando a la mesa sin tregua. Recuerdo flashes, fogonazos de sabor: un jamón que era pura caricia, unas croquetas cremosas que te reconciliaban con el mundo, los pimientos del padrón, las setas con su bechamel, los caracoles... y una sucesión de otras maravillas que mi memoria, superada por la abundancia, ha guardado solo como una sensación general de felicidad voraz. Luego, los platos fuertes. Aquí es donde se mide la verdadera talla de una cocina, en la consistencia a través de la variedad. Y La Vinya no flaqueó. Por la mesa desfilaron obras de arte para todos los gustos. Vi pasar platos de pescado con una pinta espectacular, con esa frescura que huele a mar y no a pescadería. Vi otros cortes de carne, imponentes y jugosos. El veredicto era unánime en cada rincón de la mesa: todo estaba estupendo. Mi elección personal fueron unas costillas de lechal de Burgos. Un manjar. Pequeñas, con la piel crujiente como un caramelo salado y una carne tan tierna que el cuchillo se sintió un mero adorno. Enfrente, mi mujer se rendía ante un rabo de toro monumental, oscuro y meloso, de esos que se cocinan con el tiempo como ingrediente principal. Confieso que hubo un momento en que la miré con una envidia tan pura que temí por la estabilidad de nuestro matrimonio. Salimos de allí con la satisfacción de quien ha descubierto un tesoro por casualidad. Pero la experiencia no terminó con la comida. Los niños se apoderaron de los jardines, y su banda sonora de risas fue el telón de fondo de nuestra sobremesa en la terraza. El tiempo se volvió elástico, la tarde se rindió a la conversación y a las copas, y lo que empezó como una comida de cumpleaños se transformó en uno de esos recuerdos familiares que se anclan en la memoria. No elegimos ir a La Vinya. Y quizás por eso fue aún mejor. Fue un regalo inesperado, un descubrimiento afortunado. Un lugar al que no sabíamos que necesitábamos ir y al que, ahora, sabemos que volveremos. Porque hay pocos sitios que entiendan tan bien que la mejor comida es la que sirve de excusa para celebrar la vida.
Sid MehraSid Mehra
Amazing location! Possibly one of the most breathtaking views around. The Food and service for the price you pay is rivalling to be in the top five worst I’ve ever had in a long time. Don’t come here for the food!!! Just the beer and the view
Javier Berzosa HerguetaJavier Berzosa Hergueta
Qué decir de la antigua viña del Notario? Desde hace casi 20 años ofrecen una buena cocina con productos de la tierra, de temporada y con una calidad excepcional. El restaurante tiene una amplia terraza, aparcamiento, salones para celebraciones, y unas vistas espectaculares a caballo del mar y de la montaña. Sus viñas le dan el toque testimonial de lo que fueron las viñas de uno de los terratenientes de Alella que fue notario de profesión. Conclusión: buenas oferta, cocina bien elaborada, precios razonables, espacio acogedor, trato excepcional (mención especial para Gregorio y Francisco),y un buen lugar donde disfrutar de un elaborado gintonic premium al acabar de comer. Recomendable al 100%.
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La Vinya Alella: Crónica de un Descubrimiento Inesperado (y un Amor de 97 Años) A veces, los mejores planes son los que no haces. Este fin de semana, nos enfrentábamos a una misión de alto calibre: celebrar el 97 cumpleaños de la abuela de mi mujer. Noventa y siete años. Una proeza vital que exige un homenaje impecable. Nosotros solo teníamos que presentarnos; el tío de mi mujer, en un acto de fe ciega (o de sabiduría oculta), se había encargado de elegir el lugar. Para nosotros, La Vinya, en Alella, era un territorio desconocido, una sorpresa. Y qué bendita sorpresa. Llegamos sin expectativas y nos encontramos con un cómplice. Nos guiaron a un pabellón privado, un espacio acristalado solo para nuestra tribu, donde el caos familiar podía campar a sus anchas sin molestar y sin ser molestado. El primer detalle ya nos decía que estábamos en buenas manos. El servicio, durante toda la jornada, se movió con esa profesionalidad invisible que es la marca de la casa de los grandes, anticipándose a todo: desde los platos especiales para los niños, que llegaron veloces y certeros para calmar a las pequeñas fieras, hasta el trato reverencial y cariñoso hacia la matriarca de la fiesta. Descorchamos los vinos, incluyendo un Albariño en un guiño a las raíces gallegas de la homenajeada, y nos preparamos para el asalto. El pica-pica fue un despliegue de generosidad abrumadora, una oleada de platos que iban llegando a la mesa sin tregua. Recuerdo flashes, fogonazos de sabor: un jamón que era pura caricia, unas croquetas cremosas que te reconciliaban con el mundo, los pimientos del padrón, las setas con su bechamel, los caracoles... y una sucesión de otras maravillas que mi memoria, superada por la abundancia, ha guardado solo como una sensación general de felicidad voraz. Luego, los platos fuertes. Aquí es donde se mide la verdadera talla de una cocina, en la consistencia a través de la variedad. Y La Vinya no flaqueó. Por la mesa desfilaron obras de arte para todos los gustos. Vi pasar platos de pescado con una pinta espectacular, con esa frescura que huele a mar y no a pescadería. Vi otros cortes de carne, imponentes y jugosos. El veredicto era unánime en cada rincón de la mesa: todo estaba estupendo. Mi elección personal fueron unas costillas de lechal de Burgos. Un manjar. Pequeñas, con la piel crujiente como un caramelo salado y una carne tan tierna que el cuchillo se sintió un mero adorno. Enfrente, mi mujer se rendía ante un rabo de toro monumental, oscuro y meloso, de esos que se cocinan con el tiempo como ingrediente principal. Confieso que hubo un momento en que la miré con una envidia tan pura que temí por la estabilidad de nuestro matrimonio. Salimos de allí con la satisfacción de quien ha descubierto un tesoro por casualidad. Pero la experiencia no terminó con la comida. Los niños se apoderaron de los jardines, y su banda sonora de risas fue el telón de fondo de nuestra sobremesa en la terraza. El tiempo se volvió elástico, la tarde se rindió a la conversación y a las copas, y lo que empezó como una comida de cumpleaños se transformó en uno de esos recuerdos familiares que se anclan en la memoria. No elegimos ir a La Vinya. Y quizás por eso fue aún mejor. Fue un regalo inesperado, un descubrimiento afortunado. Un lugar al que no sabíamos que necesitábamos ir y al que, ahora, sabemos que volveremos. Porque hay pocos sitios que entiendan tan bien que la mejor comida es la que sirve de excusa para celebrar la vida.
Manel Pizarro

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Sid Mehra

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Javier Berzosa Hergueta

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