Pasé mucho tiempo sin reseñar, al punto de perder el hábito. Eso se debió, primero, a una lesión en los dedos pulgares -una tendinitis típica de esta generación digital- y después a una pandemia quizás demasiado conocida, que me tuvo encerrado a solas en mi departamento. Pero ahora estoy de vuelta, y para inaugurar mi regreso triunfal -sé que ustedes, mis queridos arqueólogos de internet, lo estaban esperando- decidí ir a El Celta, un barcito acá cerca de casa. Es de esos lugares de los que quedan pocos, con mesas de madera lisa y gastada, sifones y cajones polvorientos en las estanterías, y viejas publicidades incomprensibles en las paredes; una mezcla entre antigüedad, dejadez y buen gusto que quienes estamos hartos de la estética minimalista nórdica apreciamos en sobremanera (hoy en día todo se atribuye el mote de nórdico, incluso los bares del Palermo más austral). El Celta tiene mozos charletas, parroquianos vociferantes y un extenso menú de tragos y picadas que lamentablemente yo, como sabrán apreciar en la foto, no supe probar. Pero igualmente el café y el tostado le hacen justicia: son lo que deben ser, es decir, los mismos de siempre, la idea platónica del café y el tostado porteño hecha menú promocional. Es increíble, a veces pienso, la extraña fidelidad que uno siente por algunas cosas, por dos o tres esquinas de una ciudad cualquiera, por un plato no demasiado extraordinario pero indeleblemente asentado en nuestra memoria. Para cultivar esa fidelidad es que se visita El Celta; para rendir tributo a esa pertenencia secreta que nos une a los desconocidos de acá a la vuelta. Una patria es una memoria, y acá la sirven al plato. Por eso El Celta es el tipo de lugar al que uno va para sentirse en casa, como a veces se visitan las calles conocidas del barrio de la niñez; el tipo de lugar en donde a uno le gustaría que, al sentarse en una mesa cerca de la ventana, el mozo se acercara a preguntar: "¿lo de siempre?". Sí,...
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Ubicado en una esquina icónica de San Nicolás, en pleno corazón de Buenos Aires, el Celta Bar cautiva a quienes buscan una experiencia gastronómica única. Este bar y cafetería, ambientado como un antiguo almacén de ramos generales, combina historia y modernidad en un espacio acogedor y con mucho encanto. Sus estanterías de madera oscura están repletas de botellas antiguas, transportando a sus visitantes a otra época, mientras disfrutan de una velada que mezcla buena comida, excelente bebida y un servicio ágil.
La carta de Celta Bar es tan variada que han dispuesto un índice para facilitar la elección entre tantas delicias. Las porciones son generosas y llegan a la mesa con rapidez, ideal para quienes quieren disfrutar sin esperar demasiado. Entre sus especialidades, destacan las cervezas de estilo belga, particularmente la Trippel y la IPA, que no defraudan a los amantes de la buena cerveza.
Para empezar, probamos una tabla de quesos con opciones como caccio cavallo, roquefort, bocconcino y reggianito, además de bondiola ahumada y el infaltable salame de Tandil. Como principal, la pizza de roquefort y queso brie con pesto fue un verdadero acierto, con una combinación de sabores intensos y frescos. Y para cerrar, el tiramisú, la cheesecake de maracuyá y unos exquisitos higos en almíbar con queso brie fueron el broche de oro perfecto.
Celta Bar es, sin duda, un lugar para volver y recomendar, un rincón porteño donde el pasado y el presente se encuentran para brindar una experiencia deliciosa y...
Read moreEn el epicentro palpitante de la urbe, cual joya oculta en el entramado del tiempo y la memoria, se erige un bar notable, un recinto donde convergen los anhelos del buen vivir y la alquimia de los sabores. Este paraje, pleno de encanto y calidez, se presenta como un templo gastronómico para quienes buscan iniciar la jornada con un desayuno digno de poetas, prolongarla con un almuerzo de sabores excelsos, o coronarla con una cena que despliega el arte del paladar.
La especialidad de la casa, la sidra tirada al hielo, se ofrece en chopps espumosos o en jarras de litro y medio, desbordantes de frescura y carácter, evocando, en cada sorbo, los verdes parajes de manzanos interminables. Las tortillas, auténticos discos de placer, y los sándwiches, obras maestras de textura y sabor, desafían cualquier descripción que no alcance el terreno de lo sublime.
Pero es quizás en la atención, en esa entrega cordial y sincera del servicio, donde este establecimiento revela su alma más noble. Cada gesto, cada palabra, invita a quedarse, a ser parte de una experiencia que se graba en los sentidos como un poema inolvidable. Sin duda, un sitio que no solo se...
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