Multitudinario restaurante con salón no muy espacioso y amplia terraza cubierta (por telones de plástico), que proporciona un menú del día de buena relación calidad precio, sin sorpresas ni atisbo alguno de originalidad o exquisitez. Proporciona una adecuada opción para salir del paso. Tener que hacer de la comida en este establecimiento una rutina diaria debe resultar duro. El servicio es apresurado y sin contemplaciones, con amplios espacios de tiempo entre platos, sobre todo cuando se llega a los postres. Lo más aversivo de la experiencia es el ruido imponente que se produce como consecuencia de las conversaciones de los clientes hacinados. Es imposible comunicarse con normalidad; en consecuencia, todo el mundo eleva la voz en una reacción en cadena. Es necesario el grito para hacerse entender, lo cual naturalmente va añadiendo más y más decibelios al desagradable ambiente. El comensal sucumbe al deseo de tragar rápidamente para huir, pero los atareadísimos camareros no colaboran, y cuando uno logra poner tierra de por medio, se pregunta si el precio ha justificado la mediocridad del condumio, el castigo auditivo y la imposibilidad de diálogo civilizado.