Nos invitaron para celebrar "Un cumple para Laura". No sabíamos dónde nos metíamos, pero el ambiente era agradable.
Balsa me preguntaba "¿Qué reseña le pondrás a esto, Mike?". Tuvimos un duelo de miradas... "Pobre, Jackie", pensé: "La paz nunca fue una opción".
Nos acomodamos en la mesa y nos ofrecieron el aperitivo. Santiago sólo podía decir una cosa. Una: "Sí, sí. Aquí mucha birra y vino... ¿pero dónde está la tapa?" Guiñó el ojo en busca de complicidad, pero la realidad es que el cabr** acertó.
Acto seguido nos pusieron unas aceitunas (muy ricas, dicho sea de paso), pero ninguna de ellas pudo saciarnos para matar ese gusanillo que se estaba convirtiendo en una Tenia deambulando por nuestros intestinos. Al contrario, seguíamos bebiendo como muertos de hambre, pensando que cada gota de alcohol nos aportaría alguna caloría. No podíamos esperar.
Poco a poco, los primeros trozos de pan cayeron en batalla y desaparecieron sin dejar rastro. Algunas migas expandidas por el mantel delataban el porqué.
Finalmente sucedió lo esperado. Empezaron a sacar los entrantes. Según los colocaron en la mesa, los mirábamos como los pilotos de Fórmula 1 cuando miran el semáforo antes del inicio de una carrera. Había que ser pacientes. Teníamos que ser educados. Fuertes. Hasta que el listo de turno decidió tirar la primera piedra. Por eso fue el listo: porque tuvo las pelotas de hacer lo que no hacían los demás: jalar.
Pero la realidad fue otra. No comíamos. No masticábamos. Engullíamos como Homer Simpson. Plato tras plato. Botella tras botella. La empanadilla gallega, las berenjenas, los berberechos, los mejillones. ¡Todo! "¿Y las cáscaras también?", preguntó el pequeño Timmy. "Hasta las cáscaras, campeón. Hasta las pu**s cáscaras", le dije con mis ojos inyectados en aceite y pimentón.
Sin embargo, cuando la Lubina y el e
Entrecot entraron en el set, hasta la reina de cumpleaños se calló ante la semejante bulla que estábamos provocando. El alcohol estaba de nuestro lado.
El hábil camarero, que además tuvo la gran consideración de preguntar y acordarse de quiénes habían pedido aquel inmenso trozo de carne un punto más hecho, colocó el plato principal delante de cada comensal. "Bueno, ¿qué? A esto hemos venido, ¿no?", dijo uno de los nuestros.
Observé mi Lubina a la Bilbaína. "¡Dios! ¡A este bicho lo han pescado esta mañana en las costas del Cantábrico y me lo han traído a Madrid sólo para mí", pensé. Santiago me miró y me enseñó que él la había pedido también. "Tiene buen gusto ese, tío, no cabe duda".
Empezamos a devorar y llenamos nuestros depósitos hasta que a algunos nos costaba respirar. No sabíamos si estábamos en el centro de la ciudad, en la Sierra o en Galicia. Aquella dr**a era buena. El primer asalto estaba ganado.
Pero como toda buena historia, no debemos ser lineales y constantes. Sería muy aburrido. Demasiado. Así que el punto giro de media tarde manifestó un cambio en el desarrollo de los acontecimientos.
El postre, no era postre. Era "Canela con postre". Siempre me gustó la vanguardia. Pero ese mosaico de dulces bajo un Everest de Canela no nos hizo ninguna gracia... Parecía un plato de comedor social (un pupurrí de restos). Los cafés fueron correctos, eso sí. Y la crema de Orujo fue como el "resucitamuertos" de Regreso al futuro III. ¡Menudo carminativo!
Pero todo seguía yendo a peor (pero no un peor de "fatal", sino un peor de "jo**r, con lo bien que íbamos"). No fue por el trato de los camareros, que conste. Ellos aguantaron mucho más que los esclavos que hicieron posible "El valle de los caídos" a base de soportar a tanto borracho junto. Sino por la cadena de malentendidos entre los amiguitos de Laura y el personal del restaurante.
Todos los problemas siempre convergen en dos puntos: en el dinero y en las dichosas matemáticas. Los había que no sabían cobrar, otros que no sabían contar y otros que no sabían hacer ninguna de los dos. Sólo beber.
Y todo fue porque lo acordado no fue lo prometido. O dicho de otra manera: ya se fastidiará mi yo del futuro cuando tenga que solucionar esto.