Hay pocos parques con orígenes tan humildes como el Campo de San Francisco, pues fue el huerto de esta orden franciscana el espacio que tiempo después habría de convertirse en parque de Oviedo. De aquellos primeros pasos no quedan vestigios, pues el arco en el que posa la estatua de San Francisco pertenece a la antigua iglesia de San Isidoro. El paseo del Bombé, paralelo a la calle de Santa Susana, y el de los Álamos, lindante con la céntrica calle Uría, fijan los límites del parque, que traza una planta rebosante de naturaleza y arbolado con forma de pirámide achatada. Es una delicia el paseo por sus calles a cualquier hora del día y en cualquier época del año, pues a la tranquilidad del instante, vienen a sumarse innumerables alicientes que nos sorprenden en cada rincón: el estanque de los patos y cisnes, muy cuidado, el templete del quiosco, que recuerda días de música popular, el palomar, hoy centro de operaciones de mantenimiento, y especialmente el espacio dedicado a juegos infantiles, que está construido sobre la osera que durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado ocuparon Petra y Perico, dos osos hermanos traídos de los montes asturianos cuando eran cachorros. Los niños de entonces nos pasmábamos con aquella bella estampa natural. Tampoco faltan las estatuas de algunos ilustres ovetenses, Clarín, Palacio Valdés, Carlos Tartiere... y la figura de la niña Mafalda, del dibujante y escritor Quino, juntando así tradición y modernidad. Suelen los parques ser pulmones de sus ciudades, pero además Oviedo ya tiene un entorno de viva naturaleza, que la nutre y airea, enriqueciéndola aún más. La buena conservación y el buen gusto con que está hecho este parque habla elocuentemente de los "carbayones", que también cuidan su ciudad con el mismo cariño y respeto. No en vano, catalogada varios años como la más limpia de España. Por eso, Oviedo y su parque bien merecen la visita del viajero.